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practicbamos con armas de torbellino y desintegradoras, nos entrenbamos con los
tanques, y endurecamos nuestros cuerpos con el ejercicio.
No consegu una graduación muy alta, y realmente no esperaba ser asignado a los
ngeles del Seor, aunque hice lo posible por conseguirlo. Pero siempre obtuve las
calificaciones ms altas en piedad, y fui lo suficientemente bueno en la mayora de los
temas prcticos; fui elegido. Eso casi me hizo pecar de orgullo... el ms sagrado
regimiento de las huestes del Profeta, en donde hasta los soldados rasos eran oficiales
designados y cuyo coronel en jefe era la Espada Triunfante del Profeta, mariscal de todos
los ejrcitos. El da en que fui investido con el brillante escudo y la lanza de los ngeles
hice votos de estudiar para el sacerdocio tan pronto como la promoción a capitn me
hiciera elegible.
Pero esta noche, varios meses ms tarde, aunque mi escudo todava brillaba, haba
una mcula en mi corazón. De algn modo, la vida en Nueva Jerusaln no era como yo la
haba imaginado mientras estaba en West Point. El Palacio y el Templo estaban
devorados por la intriga y la poltica; sacerdotes y diconos, ministros de Estado, y los
funcionarios de Palacio, parecan enzarzados en una contienda por el poder y los favores
recibidos de mano del Profeta. Incluso los oficiales de mi propio cuerpo parecan
corrompidos por ello. Nuestro orgulloso lema, Non sibi, sed Deo, tena ahora un sabor
pervertido en mi boca.
No es que yo estuviera libre de pecado. Aunque no me haba unido a las luchas por las
preferencias mundanas, haba hecho algo que saba en el fondo de mi corazón que era
an peor: haba mirado con deseo a una mujer consagrada.
Por favor, comprndanme mejor de lo que yo mismo me comprenda. Era un hombre
adulto en cuerpo, y un nio en experiencia. Mi propia madre era la nica mujer a la que
haba conocido bien. Cuando era un nio en el seminario infantil, antes de ir a West Point,
casi tena miedo de las chicas; mis interes.es estaban divididos entre mis estudios, mi
madre, y las tropas de Querubines de mi parroquia, en las cuales era jefe de una patrulla
y un asiduo ganador de condecoraciones al mrito en cualquier cosa, desde orientación
en los bosques hasta memorización de las Escrituras. Si hubiera habido una
condecoración al mrito con respecto a las chicas... pero naturalmente no la haba.
En la Academia Militar simplemente no vi mujeres, de modo que no tuve mucho que
confesar en cuanto a malos pensamientos. Mis apetencias carnales estaban ms bien
aletargadas, y mis ocasionales sueos intranquilizadores los contemplaba como
tentaciones enviadas por el Viejo Diablo. Pero Nueva Jerusaln no es West Point, y a los
ngeles no se les ha prohibido casarse ni tener una legtima y juiciosa relación con las
mujeres. De acuerdo, la mayora de mis compaeros ni siquiera soaban en pedir
permiso para casarse, porque ello poda significar el ser transferidos a un regimiento
regular, y muchos de ellos albergaban ambiciones de alcanzar el sacerdocio militar... pero
no estaba prohibido.
Tampoco les estaba prohibido casarse a las diaconisas que cuidaban del Templo y del
Palacio. Pero la mayora de ellas eran viejas criaturas desaliadas que me recordaban a
mis tas, y difcilmente tema de pensamientos romnticos. Acostumbraba charlar
ocasionalmente con ellas por los corredores, y no vea ningn mal en ello. Como tampoco
me senta especialmente atrado por ninguna de las hermanas ms jóvenes... hasta que
conoc a la hermana Judith.
Me haba tocado estar de guardia en aquel mismo puesto haca ms de un mes. Era la
primera vez que estaba de guardia en el exterior de los aposentos del Profeta y, aunque
estaba nervioso cuando tom mi primer puesto, en aquel momento estaba alerta tan sólo
a la posibilidad de que pasara el celador haciendo su ronda.
Aquella noche haba brillado brevemente una luz a lo lejos en el corredor interior frente
a mi puesto, y o el ruido de gente movindose; mir a mi crono de mueca: s, seran las
Vrgenes acudiendo a atender al Profeta... no era asunto mo. Cada noche a las diez en
punto cambiaba su guardia - su guardia femenina, la llamaba yo -, aunque nunca haba
visto la ceremonia ni me interesaba. Todo lo que saba al respecto era que las que
acudan a cumplir sus deberes durante las siguientes veinticuatro horas luchaban
encarnizadamente entre s por obtener el privilegio de atender personalmente a la
sagrada presencia del Profeta Encarnado.
Escuch brevemente, y dej de prestar atención. Quizs un cuarto de hora ms tarde
una delgada figura envuelta en una capa negra se deslizó por mi lado hacia el parapeto,
donde se detuvo para mirar las estrellas. Aferr inmediatamente mi desintegradora, luego
la devolv a su funda cuando vi que se trataba de una diaconisa.
Haba supuesto que se trataba de una diaconisa laica; juro que no se me ocurrió que
pudiera tratarse de una diaconisa consagrada. No haba ninguna regla en mi libro de
órdenes diciendo que deba prohibirles salir afuera, pero nunca haba odo de ninguna
que lo hiciera.
No creo que me hubiera visto antes de que yo me dirigiera a ella.
- La paz sea contigo, hermana.
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