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Antes de su condena, el doctor Lecter había tenido
un Bentley equipado con sobrealimentador. Con
compresor de sobrealimentación, no con
turbocompresor. Un coche trucado con un compresor de
desplazamiento positivo tipo Rootes, es decir, sin
retardador turbo. Starling comprendió de inmediato
que el mercado de los Bentley trucados era tan
reducido que el doctor no correría el riesgo de
volver a entrar en él.
¿Qué compraría en la actualidad? Starling intuía el
tipo de sensación que Lecter apreciaba. Un coche con
motor sobrealimentado de ocho cilindros en uve,
potente pero muy estable.
¿Qué compraría ella en el mercado actual? Sin
ninguna duda, un Jaguar XJR sedán con
sobrealimentador. Envió faxes a los distribuidores
de Jaguar de las costas este y oeste pidiéndoles
listas semanales de sus ventas.
¿Qué otra cosa le gustaba a Lecter, de la que
Starling supiera un montón? Le gusto yo , recordó.
Con qué presteza había respondido Lecter al saberla
en apuros... Sobre todo teniendo en cuenta la demora
que implicaba usar un servicio de reenvío para
escribirle. Lástima que la pista de la máquina de
franqueo automático no hubiera dado frutos; el
aparato estaba en un sitio tan público que cualquier
ladrón hubiera podido usarlo.
¿Cuánto tardaba en llegar a Italia el National
Tattler ? Por él se había enterado Lecter de que
Starling tenía problemas, como demostraba el
ejemplar que se había encontrado en el Palazzo
Capponi. ¿Tenía una página web el diario
sensacionalista? También era posible que hubiera
leído un resumen de lo ocurrido en la web abierta
al público del FBI, si disponía de ordenador en
Italia. ¿Qué podría sacase en claro a partir del
ordenador del doctor Lecter? Entre los objetos
personales incautados en el Palazzo Capponi no
figuraba ningún ordenador.
Pero Starling había visto algo.
Buscó las fotos de la biblioteca del palacio. Ahí
estaba la imagen del hermoso escritorio en el que
Lecter le había escrito la carta. Encima había un
ordenador. Un Phillips portátil. En las fotografías
posteriores había desaparecido.
Haciendo uso del diccionario, redactó con dificultad
un fax dirigido a la Questura en Florencia: Fra le
cose personali del dottor Lecter, c é un computer
portatile ? .
De esta forma, pasito a paso, Clarice Starling
inició la persecución del doctor Lecter por los
vericuetos de sus gustos, con más confianza en sus
piernas de la razonablemente justificada.
Capítulo 43.
Cordell, el Secretario de Mason Verger, empleando
una muestra enmarcada sobre su escritorio, reconoció
la elegante letra de inmediato. El papel era del
Hotel Excelsior de Florencia, Italia.
Como un creciente número de ricos de la era de
Unabomber, Mason hacía pasar su correspondencia por
un fluoroscopio semejante al de la central de
Correos.
Cordell se puso unos guantes y comprobó la carta. El
fluoroscopio no detectó cables ni baterías. De
acuerdo con las estrictas instrucciones de Mason,
fotocopió la carta y el sobre manejándolos con
pinzas, y se cambió de guantes antes de recoger las
copias y entregárselas a Mason.
La inconfundible letra redonda de Lecter decía lo
siguiente:
Querido Mason: Gracias por ofrecer una recompensa
tan sustanciosa por mi cabeza.
Me gustaría que la aumentaras. Como sistema de
localización a distancia, una recompensa es más
efectiva que un radar. Inclina a las autoridades de
todas partes a olvidarse de su deber y perseguirme
por cuenta propia, con los resultados que has podido
ver.
En realidad, te escribo para refrescarte la memoria
en lo referente a tu antigua nariz. En tu inspirada
entrevista en el Ladies Home Journal sobre la
represión de la droga aseguras que diste tu nariz,
junto con el resto de tu cara, a unos chuchos,
Skippy y Spot , que meneaban sus colitas a tus
pies.
Estás muy equivocado: te la comiste tu mismo, como
aperitivo. Por el sonido crujiente que hacías
mientras la masticabas, yo diría que tenía una
consistencia similar a la de las mollejas de pollo.
¡Sabe a pollo! , fue tu comentario en aquel
momento. Me recordó los ruidos que hacen los
franceses en los bistrots cuando se atiborran de
ensalada gèsier .
¿A que ya no te acordabas, Mason? Hablando de
pollos, durante la terapia me contaste que, mientras
pervertías a los niños desfavorecidos en tu
campamento de verano, te diste cuenta de que el
chocolate te irritaba la uretra. Tampoco te
acordabas de eso, ¿a qué no? ¿No se te ha ocurrido
pensar que me contaste un montón de cosas de las que
ahora no te acuerdas? Hay un paralelismo indudable
entre tú, Mason, y Jezabel. Como agudo estudioso de
la Biblia que eres, te acordarás de que los perros
se comieron el rostro de Jezabel, junto con todo lo
demás, después de que los eunucos la arrojaron por
la ventana.
Tu gente podía haberme asesinado en la calle. Pero
me querías vivo, ¿verdad? Por el aroma de tus
sicarios, es obvio cómo planeabas tratarme. Mason,
Mason. Ya que tienes tantísimas ganas de verme, deja
que te dedique unas palabras de consuelo. Y ya sabes
que no miento nunca.
Antes de morir, me verás la cara.
Todo tuyo, Hannibal Lecter, DMPD. Me preocupa, sin
embargo, que no vivas hasta entonces, Mason.
Debes evitar las nuevas cepas de neumonía. Tienes
que cuidarte, propenso como eres (y seguirás siendo)
a contraerla. Te recomiendo vacunación inmediata,
así como inyecciones para inmunizarte ante la
hepatitis A y B. No quiero perderte antes de tiempo.
Mason parecía un tanto sofocado cuando finalizó la
lectura. Esperó, esperó y cuando cogió el ritmo del
respirador dijo alguna cosa, que Cordell no
consiguió entender.
El secretario se inclinó junto a su boca y fue
recompensado con una lluvia de saliva.
Ponme al teléfono con Paul Krendler. Y con el
porquero.
Capítulo 44.
El mismo helicóptero en el que Mason recibía a
diario los periódicos extranjeros trasladó a Muskrat
Farm al ayudante del inspector general, Paul
Krendler.
La siniestra presencia de Mason y el cuarto a
oscuras con los siseos y suspiros de la máquina y
las danzas de la incansable anguila bastaban para
que Krendler se sintiera incómodo; por si fuera
poco, tuvo que tragarse el vídeo de la muerte de
Pazzi una y otra vez.
Siete veces contempló a los Viggert posando
alrededor de la virilidad del David , y otras
tantas, la caída de Pazzi el desbordamiento de sus
vísceras. A la séptima, Krendler creyó que también
al David se le saldrían las tripas.
Por fin se encendieron las potentes luces de la zona
de visitas, que empezaron a achicharrar el cuero
cabelludo de Krendler, brillante bajo el corte al
cepillo.
Los Verger tenían un sexto sentido para la
rapacidad, así que Mason empezó por lo que Krendler
quería para sí. Su voz salió de la oscuridad
ajustando las frases al ritmo del respirador.
No quiero que me expliques... todo tu programa
político... ¿Cuánto hace falta? Krendler quería
hablar con Mason en privado, pero no estaban solos.
Una figura de hombros anchos y magnífica musculatura
recortaba su oscura silueta contra el resplandor del
acuario. La idea de que un guardaespaldas escuchara
la conversación lo ponía nervioso.
Preferiría que estuviéramos solos... ¿Te importa
decirle a tu amigo que se vaya? Es Margot, mi
hermana -dijo Mason-. Puede quedarse.
Margot salió de la oscuridad haciendo sisear su
culotte de ciclista.
Oh, cuánto lo siento... -se disculpó Krendler,
levantándose a medias del asiento.
Qué hay -dijo ella.
Pero en lugar de aceptar la mano que le ofrecía el
hombre, cogió un par de nueces del cuenco de la mesa
y, apretándolas en el puño hasta reventarlas con un
crac, volvió a la penumbra del acuario, donde era de
suponer que se las comió. Krendler oyó caer al suelo
las cáscaras.
Muy bien, te escucho -dijo Mason.
Por echar a Lowenstein del distrito veintisiete,
diez millones de dólares mínimo -Krendler, que no
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