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-ocultándose tras las esquinas-, hasta los muertos habían sido violentados de sus tumbas
por aquella voz terrible y átona para vagar al atardecer, con la camisa desabrochada, en pos
de un silencio perdido. Ya no era cosa de memoria porque la radio no dejaba recordar nada.
Desmemoriados, trataban de encontrar un principio de conducta entre una maraña de
sentimientos: venganza y miedo, desprecio y afán. No los buscaban en la memoria que acaso
no es sino la piedra que cubre un hormiguero el cual -una vez levantada por la mano infantil,
asesina o curiosa- no sabe hacer otra cosa que correr en contradictorio frenesí, sin otra
protección entre el cielo -y la colonia que el miedo mutuo. Así ocurre con la memoria
individual y tanto más con la colectiva: por una economía de almacén no recuerda el odio
pero atesora el rencor y, cuando actualiza, no busca lo que el alma guarda sino aquel
sentimiento que, tras la expansión, la vuelva a llenar de cólera o coraje. El sustantivo se me
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escapa: pero yo vi en aquellos días, por doquier, el fantasma de muchos instintos y la
búsqueda a deshoras de una confianza que ya había perdido todas sus piezas de convicción
y trataba de encontrarlas en los lugares más insólitos, las cosas más fútiles y las creencias
más ridículas -las márgenes del río y las bodegas abandonadas, los trasteros atiborrados de
despojos, los retratos de familia, los viejos disfraces-, como si aquel anuncio, como si aquella
media docena de noticias -repetidas con una monotonía obsesionante- procedentes de los
cuarteles más olvidados de la península no constituyera otra cosa que la invitación al baile
lanzada desde el estradillo de la música a un público reservado, que aún no ha tenido tiempo
de percatarse de la verdadera naturaleza de la fiesta ni de superar su vergüenza pública. En
el entreacto -entre obsoletas marchas militares, mezcladas con aires republicanos- cierto
sentido de la prudencia trataba de poner orden a las emanaciones de la memoria, un paladar
hecho a la sobriedad procuraba disolver el gusto de una mezcla insaturada, agria y ácida de
rencor y asombro que afluyó a la boca tras un gesto inoportuno. No se trataba de luchar,
todavía, sino de comprender. Era preciso -así lo decía la radio- saber; y la lucha será
-también lo decía- la única forma de estudio tolerada. Los últimos días de julio las calles
quedaron desiertas y creció la resonancia de las radios; una sola, en lo más hondo de una
portería, en lo más alto de una buhardilla, bastaba para llenar una calle soleada, ahogada y
desierta entre las tapias de dos conventos. Fue tal vez el temor al disparo de los "pacos" lo
que indujo a toda la gente a vivir en las habitaciones traseras, de cara a los patios; allí, tras
las persianas de canuto, alguien trata de comprender: quién habla ahora, quién lleva razón,
qué pasa en Madrid, qué ocurre en Macerta..., mezclados con esa ebullición de pompas
propias que la radio involuntariamente ha desatado: "el nombre de la familia", "los enemigos
de la casa", "el bienestar de los tuyos", "la ira de Dios", "el bien de la patria', "el odio, el
odio...". Siguió un momento de vacilación, más íntimo que callejero; ese pueblo llevaba tanto
tiempo en el olvido que sin duda necesitaba un cierto espacio de tiempo para llevar a cabo su
elección. Una guerra civil, en un país en ruinas, es siempre así: es preciso esperar -en el seno
de cada sorprendido corazón- a que los reactivos del coraje, el rencor, los resentimientos, el
deseo de venganza, el afán por el valor, transformen la emulsión de lechosos copos en un
precipitado de violenta coloración. Sólo al cabo de unas semanas -no tanto de inquietud
como de incertidumbre- se producen las primeras salidas, escapadas al desván, paseos
mañaneros, un bulto que es arrojado al río, un montón de papeles que se quema en un
estercolero. Durante esos días los hombres de que le hablo tratan en vano de comprender;
tratan de saber no la clase de tormenta que amenaza al país, sino la clase de hombres que
ellos son. Tal vez no era fe ni confianza lo que les faltaba, sino credenciales; habían crecido
en un país cubierto por el jaramago, el tomillo, la retama; toda su vida se habían alimentado
de ruinas, nunca llegaron a ver cómo se pone una piedra; las fincas abandonadas, los
predios incultos, las sernas en barbecho, los bosques talados, los campos sedientos y los
torrentes destructores no eran para ellos obra del azar ni de la desidia sino que constituía la
médula de una tierra cuyo estandarte era la escasez, cuyo himno la plegaria y cuyo bastión
más inexpugnable, el miedo. Y muy lejos -sordo, inflado, sibilino, reticente y despectivo como
un magistrado oriental- ese representante de la burocracia indiferente al lento curso de la
historia. Cuando todo el país fue dividido por la catálisis del 36 no supieron al punto a qué
polo acudir, cuál era la naturaleza de su carga intima. Porque aquel que respetaba la
Religión, ¿cómo iba a ponerse del lado del padre Eusebio? Y aquel que por sus lecturas se
sentía republicano, ¿qué forma de respeto iba a guardar para Rumbal? Más tarde lo
aprendieron, si, cuando tuvieron que hacer abstracción de todo lo que sabían o creían saber
para convertirse, por consiguiente, en los verdaderos derrotados; no lo sé, estoy hablando en
nombre propio, inmerso en el pacífico líquido neutro que después de la electrólisis se ha visto
despojado de rodas las partículas con carga y carece, por ende, de todo valor reactivo. Para
los que tenían que hacer la guerra aquel momento de vacilación duró poco, incluso para
aquellos -que fueron muchos, quizá los más- para quienes la polaridad estuvo definida por la
proximidad al polo o por el flujo de partículas en torno a él. Yo no sé cuál fue el agente que
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metió la corriente ni quién era el catalizador; la historia dará en su día su fallo que es muy
distinto al de los contemporáneos porque no somos capaces de conformarnos con una
simplificación. Lo que sí creo es que cuando una sociedad ha alcanzado ese grado de
desorientación que llega incluso a anular su instinto de supervivencia, espontáneamente
crea por sí misma un equilibrio de fuerzas antagónicas que al entrar en colisión destruyen
toda su reserva de energías para buscar un estado de paz -en la extinción- más permanente;
de la misma forma que los colegiales sorprendidos por la ausencia inesperada del profesor se
dividen en dos equipos de fútbol en cuya formación apenas intervienen la afinidad, la
amistad o las diferencias sino un cierto sentido del equilibrio de fuerzas que les ha de
permitir mantener el interés del juego durante esa hora de paréntesis. Yo estoy seguro de que
antes que la razón, la pasión y el miedo habían elegido ya. Porque lo primero que surge sin
duda es el enojo. Me acuerdo de mi juventud y de mi vida de estudiante y cuando quiero
reconstruir el hilo de mis decisiones, siempre lo veo al fondo, última ratio. Lo veo también
allí, una noche de juego en el principio del otoño, supremo arquitecto de un montón de fichas
de nácar iridiscente que, entre criselefantinos destellos, avanza hacia el centro del tapete
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