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á la escribanía, lo contempló allí durante algunos instantes, así como á los curiosos
mendigos entre los cuales se encontraba. La antesala de la escribanía ofrecía entonces
uno de esos espectáculos que, por desgracia, ni los legisladores, ni los filántropos, ni los
pintores, ni los escritores van á estudiar. Como todos los laboratorios de la curia, aquella
antesala es una pieza obscura y hedionda, á cuyas paredes está adosada una banqueta de
madera ennegrecida por la permanencia perpetua de los desgraciados que van á aquel
punto de cita de todas las miserias sociales. Un poeta diría que la luz se avergüenza de
iluminar aquel horrible antro por el que pasan tantos infortunados. No existe un solo
puesto donde no se haya sentado algún criminal en germen ó consumado, ni un lugar
donde no se haya encontrado algún hombre que, desesperado por el ligero estigma que
la justicia habrá impreso á su primera falta, no haya comenzado una existencia á cuyo
final debía erguirse la guillotina ó dispararse la pistola del suicida. Todos los seres que
caen sobre el pavimento de París van á rebotar contra aquellos muros amarillentos, en
los que un filántropo que no fuese especulador podría ver la justificación de los
numerosos suicidios de que se lamentan escritores hipócritas é incapaces de dar un paso
para prevenirlos, justificación que se encuentra escrita en aquella antesala, especie de
prefacio para los dramas de la Morgue ó para los de la plaza de Greve. En este
momento, el coronel Chabert se sentó en medio de aquellos hombres de enérgicos
rostros vestidos con las horribles libreas de la miseria, silenciosos á intervalos ó
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Librodot El Coronel Chabert Honorato de Balzac
hablando en voz baja, pues tres gendarmes se paseaban haciendo resonar sus sables
sobre el pavimento.
¿Me conoce usted? dijo Derville al veterano colocándose detrás de él.
Sí, señor, respondió Chabert levantándose.
Si es usted un hombre honrado, repuso Derville en voz baja ¿cómo pudo usted
marcharse sin pagarme lo que me debe?
El anciano soldado se ruborizó, como hubiera podido hacerlo una joven acusada
por su madre de un amor clandestino.
¡Cómo! ¿no le ha pagado á usted la señora Ferraud? exclamó en voz alta.
¡Pagado! dijo Derville. Lo que ha hecho ha sido escribirme diciéndome que
era usted un farsante.
El coronel, haciendo un sublime movimiento de horror y de impresión, levantó
los ojos al cielo como tomándole por testigo de aquel nuevo engaño.
Caballero, dijo con voz alterada por la emoción, obtenga usted de los
gendarmes el favor de que me dejen entrar en la escribanía, y voy á dar por escrito una
orden que, seguramente, será cumplida.
A ruegos de Derville, el gendarme consintió en que Jacinto entrase en la
escribanía, donde escribió algunas líneas dirigidas á la condesa Ferraud.
Envíe usted esta carta á su casa, y seguramente que recobrará usted su dinero.
Caballero, crea usted que si no le he demostrado el agradecimiento que le debo por sus
muchos favores, ese agradecimiento no deja de estar aquí, dijo colocándose la mano
sobre el corazón. Sí, está aquí pleno y entero. Pero ¿qué pueden hacer los desgraciados?
Amar y eso es todo.
Pero ¿cómo no procuró usted estipular la obtención de alguna renta? le dijo
Derville.
No me hable usted de eso, respondió el anciano militar. Usted no puede
comprender hasta dónde llega el desprecio que siento por esta vida que tanto aprecian
los demás hombres. Yo me vi atacado de repente de una enfermedad terrible, del
desprecio por la humanidad. Cuando pienso que Napoleón está en Santa Elena, todo lo
de aquí abajo me es indiferente. Ya no puedo ser soldado, esa es mi desgracia. En fin,
añadió encogiéndose de hombros, vale más tener lujo en los sentimientos que en las
ropas.
Y dicho esto, el coronel fue á sentarse en el banco. Derville salió. Cuando volvió
á su casa envió á Godeschal, que era á la sazón su segundo pasante, á ver á la condesa
de Ferraud, la cual, al leer la carta, hizo que se pagase inmediatamente la suma que
reclamaba el procurador del conde Chabert.
En 1840, á fines del mes de junio, Godeschal, procurador á la sazón, iba a Ris en
compañía de Derville, su predecesor. Cuando llegaron á la avenida que conduce á la
gran carretera de Bicetre, vieron bajo uno de los olmos del camino á uno de esos pobres
viejos canosos y cascados, que han obtenido el título de jefes de los mendigos, viviendo
en Bicetre como viven en la Salpetriere las mujeres indigentes. Este hombre, que era
uno de los dos mil desgraciados que se albergan en el hospicio de la vejez, estaba
sentado en un poyo, y parecía concentrar toda su inteligencia en una operación que
conocen mucho los inválidos y que consiste en secar al sol el tabaco dentro del pañuelo.
Este anciano tenía una fisonomía sumamente simpática, é iba vestido con ese traje de
paño rojo que el hospicio concede á sus huéspedes y que, en realidad, es una especie de
librea horrible.
Derville, dijo Godeschal á su compañero de viaje mire usted ese viejo. ¿No se
parece á esos payasos que vienen de Alemania? ¡Y ese ser vive, y ese ser es feliz sin
duda!
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Librodot El Coronel Chabert Honorato de Balzac
Derville tomó su monóculo, miró al pobre, y dejando escapar un movimiento de
sorpresa, dijo:
Querido mío, ese viejo es todo un poema, ó, como dicen los románticos, es
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