[ Pobierz całość w formacie PDF ]
En adelante su Dios estuvo más cerca de mí, me
fue más comprensible que antes.
También mi abuelo me enseñaba y adoctrinaba
sobre la esencia de Dios, a quien representaba como
omnipresente y omnisciente. Según sus
explicaciones, Dios lo veía todo y era para los
176
D Í A S D E I N F A N C I A
hombres un bondadoso auxiliar en todas las cosas;
pero él no rezaba como la abuela.
Antes de acercarse, por las mañanas, al rincón de
los iconos se lavaba minuciosamente, se vestía con
esmero y se peinaba el pelo rojo y la barbilla. Luego
se miraba despacio al espejo, se arreglaba la camisa,
se ponía la negra corbata bajo el chaleco y,
cuidadosamente, como si resbalara, se acercaba a los
iconos. Se plantaba siempre en el mismo nudo de la
madera del suelo, que parecía enteramente un ojo de
caballo, y se estaba un buen rato callado, con la
cabeza baja y los brazos caídos junto al cuerpo.
Recto y delgado como un clavo, decía luego lleno de
devoción:
-En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu
Santo.
Yo tenía la sensación de que, después de aquellas
pala-bras, reinaba una calma especial en la casa...
Hasta las moscas parecían zumbar más bajito.
Erguida la cabeza al techo, se estaba mi abuelo
delante de los iconos. Las cejas se le arqueaban y
erizaban, la barbilla de rojo dorado se le ponía casi
horizontal. Con voz resuelta y firme, como si dijera
una lección, rezaba sus oraciones. Su voz sonaba
clara, casi provocativa.
177
MÁ X I MO G O R K I
-Y vendrá el Juez y serán patentes las acciones
de cada cual.
Sin prisa, se golpeaba el pecho con el puño y
rezaba con énfasis:
-He pecado contra ti, ¡oh, Señor!... ¡Aparta tu
rostro de mis culpas!
Luego decía el Credo, escandiendo
materialmente las palabras. Su pierna derecha se
contraía como si llevara sin ruido el compás de la
oración. Se estiraba hacia los iconos. crecía y se
adelgazaba y demacraba más todavía, y se me
aparecía tan puro y tan presumido...
-Doctora celestial, cura las inveteradas pasiones
de mi alma. Los suspiros de mi corazón te ofrezco
constantemente... ¡Apiadate. Madre amorosa!
Y, con lágrimas en los ojos, decía en voz alta:
-Ten en cuenta mi fe, y no mis obras, Señor...
No me tomes en cuenta mis malas acciones... Luego
se santiguaba a menudo, espasmódicamente,
inclinando la cabeza como para embestir, y en su
voz se advertía algo chillón, sollozante. Más tarde vi
en las sinagogas rezar de una manera parecida.
El samovar estaba ya hacía rato hirviendo sobre
la mesa. Por la puerta penetraba el aroma de las
tortas de queso calientes, y yo sentía hambre. La
178
D Í A S D E I N F A N C I A
abuela se apoyaba gruñona en el marco de la puerta
y suspiraba con la vista clavada en el suelo. Por la
ventana penetraban desde el jardín los rayos de un
sol sin nubes. En los árboles brillaban las gotas de
rocío, y el aire de la mañana olía a especias, a
perifollo, a grosellas y manzanas que maduraban.
Pero el abuelo seguía y seguía rezando, moviéndose
de un lado a otro y gimiendo:
-¡Apaga las llamas de mis pasiones, pues soy un
mise-rable y un poseído!
Yo sé de memoria todas las oraciones de la
mañana y de la tarde y presto atención por ver si el
abuelo se equivoca o, por la menos, se come una
palabra. Pero esto ocurría rarísimas veces, y
entonces experimentaba yo la sensación de la alegría
del mal.
Cuando, por fin, acababa el abuelo sus rezos,
nos dirigía, a mí y a la abuela, el saludo matinal.
-Hoy te has comido una palabra -le decía yo.
-¿De veras? -me preguntaba él, a un tiempo
incrédulo y preocupado.
-Sí, de veras. Tienes que decir: "Ten en cuenta
mi fe, y no mis obras" y te has comido la fe.
-¡Ya ves tú! -me decía confuso y guiñando el ojo
como un culpable.
179
MÁ X I MO G O R K I
Yo sabía que cuando pudiera se vengaría de mi
indiscreta observación, pero por el momento gozaba
de mi triunfo y me regocijaba con su confusión.
Un día dijo la abuela en chanza:
-A Dios deben de aburrirle mucho tus oraciones,
padre... Siempre dices lo mismo.
-¿Quéee? -exclamó él con tono amenazador-.
¿Qué estás charlando ahí?
-Digo que no le regalas nunca a Dios con una
palabrita de tu propio corazón. Por lo menos, no te
he oído nunca ninguna.
Rojo como un pavo y temblando de pies a
cabeza, se levantó el abuelo de la silla, cogió un
platillo y se lo tiró a la cabeza a su mujer, chillando
como una sierra que tropieza con un nudo:
-¡Largo de ahí, bruja del demonio!
Cuando me hablaba del invencible poder de
[ Pobierz całość w formacie PDF ]