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fue asesinada durante esos diez minutos. Exhalando un gemido, el doctor
Leidner se sentó y escondió la cara entre sus manos.
El doctor Reilly reanudó su disertación con voz sosegada y en tono prácti-
co.
La hora coincide con mis apreciaciones dijo . Cuando examiné el ca-
dáver, hacía tres horas que había muerto. La única pregunta que queda
es... ¿quién lo hizo?
Se produjo un silencio general. El doctor Leidner se irguió y pasó una mano
sobre su frente.
Admito la fuerza de sus razonamientos, Reilly dijo reposadamente .
Parece, en realidad, como si se tratara de lo que la gente llama un trabajo
casero . Pero estoy convencido de que, fuese como fuere, hay una equivo-
cación. Lo que ha dicho es plausible, pero debe de haber un fallo en todo
ello. En primer lugar, da usted por seguro que ha ocurrido una sorprenden-
te coincidencia.
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Agatha Christie
Es curioso que use usted esa palabra dijo el doctor Reilly.
Sin prestarle atención, el doctor Leidner continuó:
Mi mujer recibe cartas amenazadoras. Tiene ciertas razones para temer
a determinada persona. Y luego... la matan. Y quiere usted hacerme creer
que la ha matado... no esa persona... sino otra bien diferente. Le digo que
es ridículo.
Miró al capitán Maitland.
Coincidencia... ¿eh? ¿Qué dice usted, Maitland? ¿Es usted partidario de la
idea? ¿Se lo decimos a Leidner?
El capitán asintió.
Adelante dijo escuetamente.
¿Oyó usted hablar nunca de un hombre llamado Hércules Poirot? pre-
guntó el doctor Reilly a Leidner.
El interpelado lo miró sorprendido.
Creo que lo oí nombrar dijo, indeciso . En cierta ocasión un tal señor
Van Aldin habló de él en los términos más elogiosos. Es un detective priva-
do, ¿verdad?
Eso mismo.
Pero ¿cómo va a ayudar si vive en Londres?
Es cierto que vive en Londres replicó el doctor Reilly ; pero aquí es
donde se da la coincidencia. Porque ahora se encuentra, no en Londres,
sino en Siria; y mañana mismo pasar por Hassanieh, camino de Bagdad.
¿Quién se lo ha dicho?
Jean Berat, el cónsul francés. Cenó con nosotros anoche y habló de
Poirot. Parece que ha estado en Siria, desenmarañando cierto escándalo
relacionado con el Ejército. Pasará por aquí pues quiere visitar Bagdad.
Después volverá de nuevo a Siria para regresar a Londres. ¿Qué le parece
la coincidencia?
El doctor Leidner titubeó durante unos momentos y miró al capitán Mait-
land como pidiendo disculpas.
¿Qué cree usted, Maitland?
Que será bien recibida cualquier cooperación se apresuró a responder
el capitán Mis subordinados son muy buenos cuando se trata de recorrer
el campo para investigar las fechorías sangrientas de los árabes, pero fran-
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Asesinato en Mesopotamia
camente, Leidner, este asunto de su esposa me parece que cae fuera de
mis aptitudes. La cosa en sí tiene un aspecto detestablemente embrollado.
Estoy más que deseoso de que ese detective le dé una ojeada al caso.
¿Sugiere usted que debía pedir a ese Poirot que nos ayudara? pregun-
tó el doctor Leidner . ¿Y si rehúsa?
No rehusará replicó el doctor Reilly.
¿Cómo lo sabe?
Porque yo también tengo en gran aprecio mi profesión. Si se cruzara en
mi camino un caso específico, no sería capaz de rehusar. Éste no es un cri-
men vulgar, doctor Leidner.
No dijo el arqueólogo. Sus labios se contrajeron como si sufriera un
dolor repentino . ¿Querrá usted, Reilly, hablar por mi cuenta con ese Hér-
cules Poirot?
Lo haré.
El doctor Leidner hizo un gesto como si quisiera darle las gracias.
Aún ahora dijo lentamente , no puedo creer... que Louise esté muerta.
No pude contenerme más.
Oh, doctor Leidner! exclamé . Yo debo decirle lo mucho que lo sien-
to. No supe cumplir con mi deber. Tenía que haber vigilado a la señora Lei-
dner... guardarla de que le sucediera algo malo.
El doctor Leidner sacudió la cabeza con aire apesadumbrado.
No, no, enfermera. No tiene que reprocharse nada dijo lentamente .
Dios me perdone, pero soy yo quien tiene toda la culpa. Yo no creí... nunca
creí... no sospeché, ni por un momento, que existiera un peligro real...
Se levantó. Tenía la cara crispada.
La dejé ir al encuentro de la muerte... Sí, la dejé ir a su encuentro... por
no creer...
Salió tambaleándose de la habitación. El doctor Reilly me miró.
También yo me siento culpable dijo . Pensé que la buena señora esta-
ba jugando con sus nervios.
Yo tampoco lo tomé muy en serio confesé.
Los tres estábamos equivocados terminó el doctor Reilly con grave-
dad.
Así parece dijo el capitán Maitland.
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CAPÍTULO XIII
LLEGA HÉRCULES POIROT
Creo que no me olvidaré nunca de la primera vez que vi a Hércules Poirot.
Más tarde me acostumbré a su presencia, como es natural, pero al princi-
pio su visita me produjo una gran sensación, y creo que cualquiera hubiera
sentido lo mismo que yo.
No sé cómo lo había imaginado; algo así como un Sherlock Holmes alto y
flaco, con una cara astuta y perspicaz. Ya sabía que era extranjero, pero no
esperaba que lo fuera tanto como en realidad resultó.
Al contemplarlo, le entraban a una ganas de reír. Tenía un aspecto como
sólo se ve en las películas o en el teatro. Medía unos cinco pies y cinco
pulgadas; era un hombrecillo algo regordete, viejo, con un engomado
bigote y la cabeza en forma de huevo. Parecía un peluquero de comedia
cómica.
¡Y aquél era el hombre que iba a averiguar quién mató! Supongo que parte
de mi desencanto quedó reflejado en mi cara, pues casi inmediatamente
me dijo, mientras los ojos le brillaban de forma extraña:
¿No le acabo de gustar, ma soeur? Recuerde que no se sabe cómo está la
morcilla hasta que se come.
Tal vez quiso decir que para saber si una morcilla está buena, hay que pro-
barla primero. Es un refrán que encierra en sí bastante verdad, pero a pesar
de ello no tuve mucha confianza.
El doctor Reilly le trajo en su coche. Llegaron el domingo, poco después
del almuerzo. Su primera medida fue rogarnos que nos reuniéramos todos.
Así lo hicimos en el comedor, donde nos sentamos alrededor de la mesa. El
señor Poirot tomó asiento en la cabecera, con el doctor Leidner a un lado y
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